lunes, 4 de abril de 2016

EL AUTOR INVITADO: Ramiro Sanchiz


LA LUZ SOBRE LOS CERROS


Empezamos a tomarnos en serio la bajante cuando un barco pesquero reportó haber encallado en el Banco de las Gaviotas, ahora convertido en una isla de unos doscientos metros cuadrados. Todo esto pasó de la noche a la mañana, lo cual nos pareció inverosímil al principio; las excursiones a la nueva isla, sin embargo –bajaron pescadores de los barrios del norte cargando chalupas e incluso un velero– despejaron todas las dudas. La arena estaba húmeda en algunas partes (recuerdo haberme hundido hasta la mitad de las pantorrillas) y las aves marinas daban cuenta de una buena cantidad de peces muertos, como si la emergencia de la nueva isla se hubiese producido en cuestión de segundos.

El primero en encontrar un fósil fue Rex. Lo habíamos visto escarbando en lo que parecía el centro de la isla y hacia el mediodía nos mostró una caracola del tamaño de un melón. Cuando la tuve en mis manos me maravilló su textura; si era movida bajo cierto ángulo de la luz solar se producía un bello juego de destellos que hacía pensar en un diamante pulverizado y mezclado con arena, cocido todo al sol unos cuantos millones de años para que tomara la forma de un ammonites o alguna criatura de los mares primitivos. Quise quedármela, pero supuse que si buscaba encontraría otras parecidas y que aquella, ante todo, pertenecía a Rex. Al menos porque hasta que a él se le ocurrió escarbar a nadie se le había pasado por la cabeza la idea de que aquella isla pudiese ser algo más que una superficie. 

Esa misma tarde ya se podía volver caminando. Era fácil pensar que para la noche la nueva isla se habría convertido en una península; dije que el agua parecía una metáfora de la extinción de una especie, como si fuera la última manada de pandas incapaces de reproducirse. Los rayos del crepúsculo generaban una sensación de vaho, de vapores amarronados que cubrían aquella nueva prolongación de la tierra, y todos asintieron como si mis palabras acabasen de enunciar una ley fundamental del nuevo universo.

Para el otro día (amaneció con un calor insólito para esa época del año) la línea de la costa había retrocedido casi un quilómetro, y la isla del día anterior era una especie de loma o cerro. Como no teníamos nada mejor que hacer se nos ocurrió buscar los viejos naufragios, aunque alguien dijo que el agua no había retrocedido tanto como para descubrir los más importantes. No hicimos caso, por suerte, y tras una buena caminata nos topamos con los primeros restos. Era un velero relativamente moderno, bastante deteriorado y derrumbado sobre un costado, con el mástil partido en tres. Pensamos que los huesos de sus tripulantes quizá seguían allí, pero no encontramos nada aparte del instrumental herrumbrado y cubierto de moluscos muertos. No fue un hallazgo interesante, acaso porque al pensar en naufragios lo que teníamos en mente eran galeones o fragatas; por mi parte, me hubiese encantado la paradoja aparente de encontrar un avión, en lo posible un Spitfire o un Hurricane, reducido a la osamenta, al cristal de la carlinga y a la hélice. Buscamos un poco más en los alrededores –empezaba a aburrirnos recorrer aquel desierto cóncavo de poca profundidad, que se hundía de a poco desde las alturas de la rambla y los primeros edificios de la ciudad– y regresamos. 



Unos días después el mar había retrocedido tanto que se había perdido más allá del horizonte. El cerro de las gaviotas dominaba la bahía como un gigante adormecido o un capullo enorme. Esa idea –una criatura enterrada en proceso de metamorfosis– me gustó y se la comenté a Valeria mientras avanzábamos por la playa. Ella me besó con un deseo que sentí como producto de un añejamiento o fermentación que abarcaba universos e historias paralelas, y me sugirió que si nos poníamos a coger ahí mismo a nadie le parecería fuera de lugar. Pero no quise; tenía entendido, además, que todo el mundo estaba garchando en la playa, como si revivieran viejas orgías paganas celebradas con la creciente de los bosques (ese fue el término que usé), y la sensación de que no comprendía lo que estaba pasando (o por qué nos importaba tanto la bajante, a nosotros y a toda la ciudad), le aclaré a Valeria, iba a impedir que pudiera relajarme y disfrutar la situación. Pero eran excusas, nada más. También me resultaba desagradable imaginar el contacto de aquella arena recién expuesta, que me parecía arcaica y antinatural, y la mera idea de la humedad de la concha de Valeria impregnada de esa gravilla calcárea me arrancaba de cualquier cachondeo posible. Seguimos caminando, entonces, a riesgo de que ella se ofendiera conmigo, no volviese al día siguiente y se rompiera ese grupito de cuatro que sentía tan unido a la bajante y a todo lo que había despertado en mi mente. 

Hacia las cinco de la mañana lo encontramos. No fue muy lejos del cerro de las gaviotas, porque era imposible caminar en línea recta por aquellos territorios. Al principio lo confundimos con otro pecio, y por eso nos entusiasmó explorarlo, ya que se adivinaba múltiple en mástiles y estructuras parecidas a las costillas de madera de los barcos antiguos. Pero al acercarnos más –la fosforescencia de la arena y de los bancos de algas se unía a la luz de las estrellas para crear un resplandor difuso– pudimos ver que se trataba del esqueleto de una ballena o algún mamífero marino gigantesco. Me adelanté corriendo, invadido de repente por una avalancha de alegría, y toqué aquellos huesos o tirantes para encontrar el tacto de la piedra y un frío que parecía haber encapsulado demasiados inviernos. Algo me dijo que sí eran huesos, que aquella criatura había vivido en tiempos remotos y visto un mundo del que no sabíamos o podíamos saber absolutamente nada. 

Tuvimos que esperar a la salida del sol para armarnos una imagen más adecuada del fósil. En la oscuridad caminamos entre los huesos, que parecían un costillar enorme clavado en la arena a modo de bóveda, con el equivalente del esternón apuntando a las estrellas, y entramos y salimos de aquel recinto como si nos hubiese sido posible saltar del hipotético mundo de aquella criatura al nuestro, que en rigor y gracias a la bajante tampoco era del todo el nuestro. Aquel lugar, después de todo, pertenecía –había pertenecido, es decir– a las aguas y no a la tierra, y desde él podía verse la ciudad desde una perspectiva hasta entonces imposible y, por lo tanto, irreal: la ciudad elevada, como una reliquia de cristal opaco en hombros de un talud de lodo firme. 

No recuerdo cuánto tiempo aguardamos la luz, pero los primeros resplandores nos paralizaron. Aquella cosa no podía ser una ballena, o quizá –si lo había sido– el proceso de deterioro había alterado sus formas originales de un modo terrible. De hecho, ninguna criatura conocida podía haber tenido esa estructura, o al menos eso creímos apenas la luz me permitió una visión más completa. Y poco después volvimos a dudar. Rex creyó haber encontrado indicios de aletas y, excavando un poco, lo ayudé a desenterrar lo que bien podía ser parte del cráneo. Pasamos horas contemplando aquellos restos desde todas las perspectivas imaginables; tirados en la arena, desde adentro de la osamenta, desde lejos, de frente, de costado, y por momentos nos parecía que la forma cambiaba, que a veces surgía, por ejemplo, un automóvil o un barco mientras que desde otro ángulo aparecía una catedral o una esfinge. 

Entrada la mañana ya no estábamos solos. Los curiosos se apelotonaban alrededor de los huesos y se formaban en un óvalo amplio que dejaba una buena distancia entre la punta de sus pies y el fósil, como guiados por una suerte de respeto intrascendente. Nosotros nos fuimos, aunque Valeria quiso quedarse un rato más. Como había pasado los días anteriores, no nos gustaba la vulgaridad de compartir ese hallazgo con tantos seres humanos, así que regresamos a la rambla, o más cerca de la rambla, para tratar de desenterrar otros fósiles. Tampoco éramos los únicos que lo hacían, pero cabía pensar que cada buscador encontraría algo singular, de modo que esa individualidad o individualismo a ultranza que nos había despertado la bajante se veía satisfecho si yo encontraba un viejo set de Playmobil y Jon un Walkman Sony de la década del ochenta, o, también, un viejo jarrón idéntico a los que coleccionaba mi tía abuela. 

Esa tarde la playa recibió todavía más personas. Aparecieron comitivas de la universidad determinadas a desentrañar a qué criatura, viviente o extinta, pertenecían aquellos restos. A eso de las ocho, ya en la casa de Rex, vimos en un noticiero de T.V. a un científico que decía que la cosa no era una ballena y que estaban tratando de extraer muestras que permitiesen un análisis genético, lo cual, admitía, era bastante difícil dada la evidente antigüedad de los restos. Nos miramos y no dijimos nada; esa noche bajamos a la rambla pero la encontramos casi tan llena de gente como al mediodía o en la tarde, así que optamos por quedarnos en una plaza cercana desde la que podía verse la gran extensión de arena y las lucecitas de la gente caminando, como en un festival gratuito al comienzo de una década ucrónica. 



Después otro canal de televisión puso en el aire un especial de dos horas sobre la criatura. Iban a construir una máquina para desenterrarla, explicaron, y después pudimos ver reconstrucciones 3D de los restos, sobre los cuales un científico con acento extranjero explicó una serie de pautas morfológicas completamente diferentes a cualquier forma de vida menos basal que las esponjas y las medusas. “Es posible”, dijo, “que estemos ante una criatura surgida de una evolución paralela a la que podríamos entender como el tronco principal del árbol de la vida en nuestro planeta, una línea evolutiva que permaneció oculta hasta hora y que desapareció hace miles de años, salvo que criaturas como la que hemos encontrado en lo que fue el estuario permanezcan con vida en las profundidades del océano”. Jon y Rex se entusiasmaron con la posibilidad (“el alien intraterrestre”, inventó Rex), y Valeria me preguntó por qué me había sentido tan contento la noche en que encontramos el fósil.

–Te lo vengo queriendo preguntar hace tiempo, y recién ahora me vengo a acordar –dijo.

Le conté que a mí también me había asombrado aquella sensación de alegría y que, tratando de indagar sus causas, había dado con un recuerdo de infancia. Yo tendría siete u ocho años y mi abuelo había prometido llevarme a conocer el Museo Oceanográfico. Por aquel entonces yo estaba muy entusiasmado con las aventuras de Cousteau, y había logrado convencer a mis padres de que me compraran una colección de fascículos que incluían tanto las narraciones de sus viajes alrededor del mundo como una enciclopedia –La enciclopedia del mar– redactada por él y varios miembros de su equipo. Recuerdo que entre los múltiples mapas que presentaba la obra había uno, muy detallado, del fondo oceánico. Creo que por aquel entonces ese tipo de mapas no eran tan frecuentes como ahora, cuando cualquier atlas liceal incorpora imágenes de buena resolución de los diversos niveles de profundidad del mar, con las cordilleras submarinas representadas a la perfección además de las fosas o trincheras más profundas. En cualquier caso, aquel mapa me disparó la imaginación, como si estuviera contemplando un secreto que había sido mantenido oculto demasiado tiempo y finalmente arrojado a la luz por la enciclopedia. Es decir, una forma de bajante representada en mis recuerdos –lo cual me hizo empezar a entender que la bajante era un fenómeno mucho más complejo que lo que sucedía “literalmente” en nuestras vidas. 

Ahora bien, más allá del fondo oceánico mi curiosidad infantil se había enfocado en las diversas especies de ballenas y delfines, y un día, conversando al respecto, asombré a mi abuelo con todo lo que había aprendido. Supongo que lo habré llevado a creer que a su nieto lo aguardaba un futuro brillante como zoólogo o biólogo marino, y ese mismo día me prometió la visita al Museo Oceanográfico. “¿Pero qué hay ahí?”, le pregunté. “Una ballena. Ahí está colgado el esqueleto de una ballena, yo lo vi hace añares, Fefito, pero todavía tiene que estar”. 

A partir de ese momento “ir a ver a la ballena” se convirtió en un paseo que yo aguardaba cada domingo y jamás llegaba; años después, ya muerto mi abuelo, en una de tantas sesiones de recuerdos de infancia con mis padres, me detuve un buen rato a rememorar aquella excursión eternamente postergada. Mis padres, sin embargo, no lo recordaban, ni tampoco mi abuela. Insistí y traté de armarles cronologías: esto fue antes de tal cosa y después de tal otra, como si pudiera despertarles el recuerdo aludiendo a la compra semanal de aquellos fascículos de Cousteau, al resto de la obra, ya en formato libro, que encontré años después en varias librerías y adquirí casi completa, a mis conocimientos infantiles sobre los cetáceos, a mi obsesión con el proyecto de convertirme en biólogo marino y vivir sobre un barco oceanográfico recorriendo todos los mares del mundo. Todo esto lo recordaban, pero la excursión de “ir a ver a la ballena”, no. La frustración de ver desvanecido el posible correlato externo a uno de mis recuerdos más preciados terminó por despertarme un aire de sospecha en relación a aquel diálogo con mi abuelo y a tantos domingos de impaciencia, como si no hubiese sucedido más que en mis sueños o en una línea cronológica alternativa a la que tuve acceso quién sabe de qué manera. El efecto de rechazo fue tan grande que jamás llegué a indagar por mi cuenta la existencia de aquella ballena, de modo que nunca entré al Museo Oceanográfico, por miedo a descubrir que allí no había ningún esqueleto suspendido del techo. Porque quizá, en última instancia, todo había sido una mentira pintoresca de mi abuelo; el caso es que mi mente permitió la proliferación de tantos elementos alrededor de ese núcleo que llegó el tiempo en que poco tuvo que ver la comprobación de la existencia de la ballena con mis dudas sobre el pasado, los recuerdos y el miedo ante la locura de realmente imaginar que un mundo alternativo había intersectado mi historia –cosa que muy bien podía tolerar en mi ficción, pero no en mi llamémosla “realidad”. 



La bajante llevaba ya casi una semana, días de sol, días sin lluvia, días de calor creciente. Desde la ventana de mi living podía verse la gran extensión dorada que había reemplazado al estuario y, un poco cubierta por algunos de los edificios más altos de la rambla, los perfiles angulosos, como enorme confusión de andamios y esqueletos metálicos, de la máquina casi terminada. Había sido decretado un feriado nacional, de modo que se esperaba que todo el mundo bajara a la playa para asistir a la puesta en marcha, al momento en que aquella extraña catedral tecnológica desenterrase al fósil. No quise llamar a Valeria, pero estaba seguro de que se las había arreglado para ubicarse en primera fila; Jon y Rex estaban por completo inubicables desde hace días, y un amigo suyo, que me encontré por casualidad, me contó algo de un viaje a no sé qué ciudad del interior, de la que mencionó no sé qué cosa sobre la vista de los cerros o desde los cerros.

Era la una de la tarde cuando salí. Sobre el antiguo estuario se levantaba una niebla tenue que parecía enroscarse alrededor de los perfiles de la maquinaria. Un zumbido grave había tomado la playa llena de gente, como si fuera el pulso de afinación de un mundo que estaba por comenzar; pantallas gigantes dispuestas por todas partes indicaban gráficas y símbolos que fueron interrumpidos por una cuenta regresiva. 

El calor era insoportable. La bruma se había elevado y ahora cubría el cielo como una capa mínima de nubes. Por todas partes rebotaban destellos, resplandores de plomo o de zinc. La cuenta había bajado a dos cifras. Traté de acercarme a la máquina pero todos aquellos cuerpos encimados lo hicieron imposible. Me pareció ver a Valeria, y después a Jon y a Rex. Seguramente me equivocaba; segundos después creí ver a mi abuelo, cuando la máquina emitió un chirrido desolador coreado por cuatro sirenas. Creí que aquel pulso había estado convocando más cosas a este mundo y que el chirrido vino a paralizarlas; ahora la cuenta había llegado a cero y los otros mecanismos empezaron a moverse. Todo el mundo contuvo la respiración mientras yo sentía que la ciudad entera temblaba y apretaba las manos en el asiento del dentista, mientras la muela empezaba a ceder. Y lo hacía con un crujido interno, un desmoronamiento que hacía vibrar la arena seca bajo los pies y terminó de despejar la niebla, como si alguien, un demonio minúsculo por ejemplo, hubiese clavado los dedos en la trama de la realidad y estuviese haciendo fuerza para abrirla, para separarla.

Entonces alguien gritó y todos miramos más allá de la máquina, al horizonte.

Una gota de lluvia golpeó mi frente. Una bocanada de aire fresco y, a lo lejos, una pared de agua que se acercaba a toda velocidad. Era exactamente igual a entender que se nos había dado un tiempo específico, limitado, y que ahora había llegado a su fin, mientras nosotros –que habíamos pasado el tiempo en tonterías, durmiendo la siesta o charlando sobre cualquier cosa– no hacíamos más que recién ahora juntar todo para empezar, a toda prisa. Me alegré. Pensé en Jon y Rex, en los cerros remotos, donde nada de lo que estaba pasando tenía importancia, y en la luz que encendía sus cumbres.

Nadie atinó a correr, pero sentí un movimiento a mi izquierda. Abriéndose camino entre la gente (entre la gente paralizada que miraba el horizonte) Valeria me alargó una mano. La tomé. Cerré los ojos cuando la ola golpeó la máquina; Valeria me apretó la mano y sonreí.

© Ramiro Sanchiz

Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor y crítico. Ha publicado, entre otras, las novelas "El orden del mundo" y "El gato y la entropía". En los próximos días está presentando “Las imitaciones”.

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